Disney, aquella antigua fábrica de sueños que marcó generaciones, se ha transformado hoy en una máquina perversa enfocada en generar dinero, incluso a costa de arruinar aquello por lo que un día nació.
Y ahora le toca el turno a sus propios clásicos de animación, reformulándolos —sin gracia ni alma— únicamente con el propósito de vender un buen número de entradas.
¿Qué es esto del live action? Si tuviera que explicárselo a un niño pequeño, lo haría así: “es coger algo que está bien y hacerlo mal, solo para ganar dinero”.
En esencia, estas películas se aprovechan de la nostalgia que sentimos por grandes títulos del pasado para arrastrarnos a las salas de cine. Es una fórmula lucrativa para atraer masas, pero con una aportación artística mínima o casi nula.
Nos ofrecen algo que no necesitamos, haciéndonos creer que veremos algo parecido al título original, pero “mejorado”. Apuntan a nuestro corazón para nublarnos la mente.
Aun así, lo que funciona para llevarnos a la sala no suele dejar buen sabor de boca cuando nos levantamos de la butaca. Son producciones de consumir y olvidar.
Creo que los títulos originales de animación ya estaban bien como estaban, y no se pueden mejorar por mucho software innovador que se utilice. Y, sin embargo, siempre escucho aquello de: “qué bien hecha está”.
Este tipo de comentarios apelan únicamente a un aspecto estrictamente visual, a ese “realismo” de una cebra digital que parece de verdad, aunque sea capaz de hablar. Pero, para mí, hacer una versión “realista” de una película animada es más un ejercicio técnico que artístico.
Hay un principio básico que debería existir en el cine y que se traiciona constantemente: no toques lo que es intocable. Versionar grandes títulos, casi perfectos, es como ver a un imitador de Michael Jackson: podrá hacerlo muy bien, pero nunca será el original. Estos intentos rara vez consiguen igualar, y mucho menos superar, la magia del material original.
La animación permite una expresividad y una libertad creativa que el live action simplemente no puede replicar. Lo peor es que, a menudo, se sacrifica ese encanto a cambio de un supuesto “realismo” que, en realidad, resulta frío y artificial.
El principal problema de los live action es que suelen quedar atrapados en una zona de confort visual y narrativa.
Hablemos de El Rey León, a mí entender, una de las mejores películas de animación de la industria de Disney. En la obra original, la narrativa visual es impecable: el juego de luces y sombras no solo embellece la pantalla, sino que aporta profundidad a los personajes y la historia.
Scar, el villano de la función, siempre aparece en penumbra, oculto de la luz, proyectando un aire siniestro. Su manera de moverse, sigilosa y cautelosa, revela su naturaleza traicionera en su papel de depredador que anda al acecho. Esta es la esencia del cine: la narrativa visual al servicio del relato.
Esto se diluye en la versión live action. Aquí, la expresividad desaparece. Los animales se mueven de forma uniforme y mecánica, y la iluminación es excesiva, diseñada para destacar el realismo del pelaje de Mufasa pero despojando a las escenas de cualquier atmósfera dramática. Aquello que en la animación era un espectáculo visual cargado de simbolismo, en live action se convierte en un ejercicio que es técnicamente impecable pero carente de alma.
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Este Scar sí da miedo |
Lo mismo ocurre con La Bella y la Bestia. Si en la animación los objetos encantados (el reloj, el candelabro, la tetera) transmitían vida y personalidad a través de gestos exagerados y expresiones caricaturescas, en la versión live action son simples artefactos parlantes: un reloj y un candelabro con ojos y boca que, a pesar de hablar, carecen por completo de humanidad y expresividad.
El resultado es desconcertante, incluso inquietante. ¿Te imaginas que un día tu tostadora te hablara con esa inexpresividad mecánica? Yo saldría corriendo.
Lo que antes era magia y encanto, ahora es un despliegue técnico que se olvida de lo esencial: emocionar y narrar una buena historia.
Los guiones no arriesgan, los diseños de personajes son genéricos, y las actuaciones, por muy buenas que sean, no pueden competir con la expresividad de un personaje animado.
Más que un homenaje, estas películas suelen ser estrategias comerciales disfrazadas de creatividad. Se apoyan en nombres conocidos para asegurar taquilla y visualizaciones, sin arriesgarse con historias nuevas ni propuestas originales.
Al final, estos remakes se convierten en productos vacíos, carentes de alma, diseñados para consumir rápido y olvidar aún más rápido.
¿Por qué se hacen actualmente tantos live action? Por la misma razón por la que se hacen tantos remakes: la falta de ideas y la necesidad de vender entradas en un Hollywood cada vez menos inspirado.
Es más rentable sacar la vigésima entrega de Alien que apostar por algo nuevo. Es la política del refrito para intentar saciar la nostalgia.
Si quiero ver documentales hiperrealistas, me iré al canal National Geographic. Mientras tanto, dejadme disfrutar del cine en las salas, que el séptimo arte sea eso: arte.
2 comentarios:
Muy de acuerdo con no sacrificar el encanto por una imagen realista pero sin duda más fría. La animación nos emocionó y nos hizo soñar de niños. Tristemente este efecto se está perdiendo.
Lo bueno es que creo que el live action tiene los días contados, creo que se terminará consumiendo por sí sola, tal y como ocurrió con la fiebre del 3D. Gracias por tu comentario!
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